Doña Encarnación Sanguinet de Varela
La más alta ilustración de la mujer, es la virtud; ella su pedestal, su genio, su corona.
La figura colosal de las sociedades cristianas es la madre-, su perfil suave y consolador aparece en la atmosfera de la abnegación sublime, destacándose luminoso del torbellino de las pasiones y de los intereses materiales que agitan la vida.
Blanca de Castilla fue la madre de San Luis; un poeta del siglo, Alfonso de Lamartine, ha divinizado la suya, revelándonos cuanta influencia ejerció siempre en su vida aquella mitad de su alma, cuya sombra transparece en todas las páginas del poeta como la estela luminosa que deja tras si el astro que cruza las regiones infinitas del espacio.
Estudiemos pues el tipo de la madre, bajo la atmosfera tempestuosa de nuestra patria tristemente agitada por medio siglo de lucha.
Ya es tiempo de remover las cenizas de lo pasado y escribir sobre cada lápida o la palabra de anatema o el canto de la inmortalidad.
Templémonos en la contemplación de esas austeras virtudes que son la lección más elocuente del sacrificio y de la resignación.
Si, dibujemos la madre, como Dios la ha hecho, dignificada por el cristianismo, venera inagotable de ternura, de indulgencia y de abnegación.
Estudiemos ese mito sublime que se llama la madre, ángel que cubre con sus alas azules nuestra cuna, que mece nuestros sueños con su canto inocente, que juntando nuestras manos entre las suyas nos enseña a elevar el alma a Dios por la plegarla; que guía nuestros pasos vacilantes, que comparte nuestras penas y placeres; ¡que alegra el hogar con su presencia, que templa el atolondramiento de la niñez y la rebelde inexperiencia de la juventud, y siempre tiene un beso, una lágrima y un perdón! Estudiemos la madre, siguiendo ansiosa sus hijos en medio de la tempestad revolucionaria; más tarde al destierro; agonizando cada día de la angustia de aquellas inteligencias condenadas a la inercia, de aquellas almas violentas comprimidas por la tortura de la inacción, destinada a cerrar los ojos que en sus brazos vieron la primera luz; ¡ojos que nubló la muerte sobre el suelo extraño!
Acompañemos esa vida que empieza siempre risueña porque ignora, y que poco a poco el infortunio, las decepciones, marchitan y anublan, hasta convertirla en la pereza estéril que solo arroja un humo pestilente o en llama solitaria qué arde siempre viva como la lámpara ante el altar.
La vida que vamos a narrar pertenece a estas últimas; ¡aquel corazón mártir traspasado por tantos dolores, conservó robusta su fe religiosa, atravesó una larga vida que el dolor no pudo despedazar y solo se legó a la tierra por el peso de los años, ejemplo sublime de resignación!
Dolores
La Flor del Aire, Periódico Literario Ilustrado dedicado al bello sexo. Buenos Aires, Marzo 17 de 1864, N°3.