Era una hermosa tarde en Marzo de 1838. La vegetación empezaba a cubrirse de una tinta amarillenta que preludia la proximidad del otoño. La tierra terminaba su diurna evolución y las caprichosas nubes que coronaban el horizonte visible, apagaban las últimas fajas de luz, anunciando que la noche no tardaría en velar los objetos entre los oscuros pliegues de su densa sombra. Una brisa leve corría sobre las yerbas como tenue estremecimiento que imprime al cuerpo humano una sensación dolorosa o placentera. El campo era árido, y sembrados sin simetría, veíanse aquí y acullá corpulentos ombúes desdeñosos a la brisa e inútiles a la industria. El Pampero solo tiene el poder de doblegar su verde y extensa copa; pero ¿de qué podrá servir su esponjosa madera? A lo lejos velaban graznando bandadas de blancas gaviotas, y en opuesta dirección otras de repugnantes chimangos, buscando en la distancia el cadáver de algún animal donde saciar su apetito. Los relinchos de los potros, contrastaban con los tímidos balidos del corderito, el ladrar de los perros, con el galope seguro de los caballos y el tropel de las reses que encerraban en los corrales. Todos estos ruidos eran el anuncio de que finalizaban las rudas tareas del campesino y los torbellinos de humo de los fogones que el exquisito asado en el asador y el suculento hervido, los esperaban en sus ranchos para restaurarles las fuerzas agotadas por un día de labor a la intemperie sin más desayuno que el mate. Hay en el silencio de nuestros campos, en la aridez de sus cardales, en la extensión de sus llanuras, una poesía agreste que solo podemos saborear los hijos de este pobrísimo pedazo de tierra, impropio a la agricultura por su falta de agua, y fuertemente acentuado con el cuño Asiático.
Sí, hay poesía en esta desnudez del suelo aunque desespere el alma, al contemplar la miseria del hombre, representada por el rancho con puerta de cuero de novillo, y que trae a la memoria la choza del Kalmuko ajena para siempre a los usos de la civilización. La estancia donde comienza nuestra narración, era una magnífica azotea, como se llamaban en el campo los edificios de material. Esta se levantaba blanca y espaciosa en medio de un jardín, hecho a todo costo, con su plantío de árboles frutales dentro de profundas zanjas, su tranquera al frente del edificio, y algo separados en negligencia, los adherentes de toda estancia. Ranchos para peonada, cocinas de fogón en el suelo, ramadas donde colgar la carne, galpones donde guardar instrumentos de labranza y aperos; estaqueadero, palenques, etc. El Interior de esta estancia correspondía al conjunto de su grandeza exterior, magnitud de campos y número de rodeos; lo que quiere decir que estaba bien alhajada, sin faltar en el salón de recibo un retrato del Ilustre Restaurador de las Leyes, máxime cuando el secretario era nada menos que Juez de Paz de aquel partido, si bien su proceder solía estar en perfecto antagonismo con su título pacífico. Hemos dicho que la hora en que avistamos la estancia y vamos a conocer parte de sus moradores, era la en que terminan las rudas faenas campestres y se recogen a las casas propietarios y peones. Llegados que hubieron los que ahora ocupan nuestra atención, y terminados los últimos detalles de desensillar, poner los caballos a soga larga, darles de beber, guardar aperos y etc., el cimarrón empezó a circular mientras se daba la última vuelta al asado. No sé si el propietario de la estancia y Juez de Paz de la Federación hizo algún «toilette» preparatorio de la comida, lo que es los peones, con raras excepciones, nadie se lavó las manos, ni la cara, pero todos probaron el temple de sus cuchillos para arremeter los asados. La comida terminada, como la luna convidase con su claridad a no dormir tan temprano a
los cristianos, ya que las gallinas lo hacían desde la oración, y como el silencioso susurro de los campos influyese en la vena poética de los payadores, la peonada y sus mujeres, se sentaron al alero de los ranchos, en chiquillas los unos, sobremuelles calaveras de vacas los otros, y el melancólico compás de las guitarras comenzó a dejarse oír prolongando su vibración a la distancia. Al rato, una voz entre nasal y gutural, empezó a cantar una décima de amor, que concentró toda la atención del auditorio.
Aquí me pongo a payar
Debajo de este membrillo
A ver si puedo alcanzar
Las aspas de aquel novillo
Si aquel novillo me mata,
No me entierren en sagrado,
Entiérrenme por el campo
Donde me pise el ganado
Pues muero por una ingrata
Y muero desesperado.
El cantor habría continuado repitiendo que moría desesperado, si un viejo de la rueda no lo hubiese interrumpido diciendo. -El gallo aletea y va a cantar; son las nueve y media. -Todavía es temprano, respondió una mujer que sin duda gustaba de oír cantar. -Temprano, repitió el viejo, pero viene uno molido del campo y mañana es preciso volver a empezar al venir el día… oigo galopar, añadió después de una pausa.
Uno de los peones, joven, puso el oído en tierra y añadió: -Es un caballo que se dirige a la estancia. Poco tardaron los relinchos de otros caballos y los ladridos de los perros en confirmar las aserciones de los observadores.
Un cuarto de hora de expectativa, y un hombre a caballo, paró en la tranquera. El viejo de la rueda se levantó y acaso por costumbre inveterada dio un vigoroso «Quién vive» – ¡La patria!, contestó una voz fresca y simpática. – ¿Qué gente? -Chasque de S. E. el Ilustre Restaurador de las Leyes. -Apéese, amigo, contestó el viejo, y el jinete pasando en su caballo la tranquera echó pie a tierra y se encaminó a la azotea, donde se halló en presencia del Juez de Paz.