A las cuatro de la tarde del 24 de Abril la esclarecida y benemérita editora de estos “Anales”; exhaló su último suspiro.
Era la misma hora en que el encargado por ella de este número dirijia á los alumnos de la Escuela Normal la alocucion que precede, en el sentido humanitario de desterrar toda pena y castigo de la escuela, por el cual la finada ilustre educadora tanto se ha distinguido. En recompensa ella ha sido penada al terminar su vida.
A esto respecto sigue aquí uno de los discursos de los que se pronunciaron sobre su tumba, revelando una circunstancia de sus últimos días, que ha conmovido á todas las personas relacionadas con ella i á una grande parte de la población.
A.K. (Augusto Krausse)
HERMANOS:
En los últimos días de Febrero pasado, me decia nuestra Finada hermana:
«Viendo los progresos que hace el jesuitismo en mi patria, no puedo menos que temer que tendré, antés de mucho, que buscar un lugar en otra tierra donde dar descanso á mis huesos. Sí hasta ahora tantas persecuciones y aflicciones he esperimentado, ¿qué suerte será la que me reserva el porvenir? Los hombres son indiferentes, y las señoras fanatizadas y rejimentadas por los jesuitas.»
Antes de bajar al sepulcro, y á los pocos dias después de su fatal pronóstico, realizó ésta valiente arjéntina cuan cierto era su juicio.
Un sacerdote arjentino fué quien, sin tener pretesto para ello, asumió el rol incalificable de mandarle intimar, que sino se confesaba y comulgaba, no se permitiría fuese enterrada en sagrado; y, ¡ oh, vergüenza’! fué una comisión de damas arjentinas la que se encargó de agitar las últimás horas de la ilustre moribunda, con tan infame recado.
Vosotros que os enorgullecéis de tener sangre arjéntina en las venas, decidme si en los momentos angustiosos en que el alma se prepara á presentarse ante su creador, no gozan de mayores franquicias los miembros de las tribus más abyectas del Africa; ó si en aquella India cuya degradación es proverbial, no conserva el hombre en medio de su noche intelectual, mas correctas nociones de los deberes humanitarios.
¡Quiera Dios! no se sepa nunca en el estranjero, para baldón de nuestro nombre de arjentinos, que en la patria de Rivadavia son costeados por el Estado seres que, en el nombre de Jesucristo, se muestran mas desapiadados que las hienas, que no respetan ni la debilidad de la mujer, ni la inviolabilidad de la conciencia, ni la dignidad de los años, ni la autoridad de las leyes patrias, sinó que prefieren prestar obediencia a las ordenanzas de ese implacable poder entronizado en el Vaticano, aun á espensas de todo lo que puede hacer respetable la vida.
Hemos hecho traer desde lejanas tierras las reliquias preciosas de grandes hombres de la pátria, y después de tributar á sus cenizas los honores que en vida les rehusábamos, consignamos á la misma tumba las grandes ideas que de su inteligencia brotaron. ¡Hé aquí el secreto de nuestra pequeñez y miseria!
Baja nuestra hermana á la tumba, apurada por las persecuciones del fanatismo que, arrancándole sus medios de subsistencia logró obligarle á sacrificar la salud y la vida en la lucha por suministrarles un pedazo de pan á sus hijas, y baja al sepulcro con el dolor en el alma por la ingratitud de su patria; pues tenia la conciencia que en otros países se tendría orgullo en contarle en el número de sus hijas ; no es así como en los Estados Unidos se trata á Mrs. Horace Mann, ó á Harriet Beecher Slowe.
Pero la noche que envuelve á la patria pasará, y el sol de justicia evanjélica ha de brillar, en dia no lejano sobre esta tumba, y hará conmoverse de gozo estos huesos.
Colocamos el cadáver de nuestra hermana con la cara para el oriente, en signo de esperanza, aguardando la apariencia de ese sol de justicia, y entre tanto inscribimos sobre su tumba este epitafio.
«Aquí yace una arjentina que, en medio de la noche de indiferentismo que envolvia á su patria, prefirió ser enterrada entre estranjeros, antes que dejar profanar el santuario de su conciencia por los impostores de sotana.»
En nombre de los miembros de las congregaciones evangélicas doy el adiós de despedida á estos queridos restos, hasta tanto el divino maestro no haga sonar la hora de la restitución universal.
Hé dicho.
W. D. JUNOR
Ortografía original. Anales de la Educación Común. Vol. XIV, Abril de 1875, N°9.
(Agradecemos a la profesora Marinela Pionetti que nos facilitó el texto)