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Bibliotecas Populares, Carta de Sarmiento a Sociedad Bibliófila de San Juan, 1866

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Sr. Presidente de la Sociedad Bibliófila de San Juan. Buenos Aires

                                                                                    Lago Oscawana, Nueva Yoik, Junio 28 de 1866.

Señor Presidente:

He recibido la nota de 25 de Abril en la que comunicándome la formación de una sociedad de la que he sido nombrado miembro nato para fomentar la creación de una Biblioteca en San Juan, se me pide mi concurso en donaciones de libros e indicaciones útiles. Aceptando con gratitud el nombramiento, aplaudo la idea que ha inspirado tan útil pensamiento a los Sanjuaninos residentes en Buenos Aires, y de la generalización que con mucho acierto se le dio después, me prometo que surja un movimiento en pro de la difusión de los libros que abrace a todas las Provincias de la República y que fecundándolo pueda ser el germen feliz de un trabajo que al fin abrace a toda la América del Sud. Varios envíos que he hecho de libros desde aquí, alguno que ha debido hacer el Sr. Balcarce de Francia y el capítulo Bibliotecas en el Informe que con el título de las Escuelas en los Estados Unidos pasé al Gobierno, mostrarán a V. que el sentimiento sanjuanino que encontraba expresión en la sociedad que V. preside, tenía un eco lejano derivado de la misma fuente.

Muy laudable es el empeño que Vds. han contraído, realizable en cierta medida, y fecundo en resultados hasta donde una biblioteca puede darlos.

Pero apenas contraiga a la ejecución de la idea, irán apareciendo las dificultades de llevarla a cabo con éxito cumplido. ¿De qué libros habrá de formarse una Biblioteca?

¿Tenemos libros en nuestra lengua para la instrucción general del pueblo?

De muchos años atrás he prestado atención sostenida a esta grave cuestión, y en el Monitor de las Escuelas, en la Crónica en Chile están consignadas algunas observaciones mías a este respecto.

Nada de extraño había en que no encontrase aquí, no obstante mi solicitud, sino contados libros en español. Pero he hallado otra cosa que es más desconsoladora todavía, y es que los libreros se resisten a imprimir por su cuenta libro alguno en español de cierta extensión, por temor de no encontrar colocación fácil, no obstante constarle que más de veinte millones hablan esta lengua en América.

Las imprentas de Francia proveen de ciertos libros que por su contenido, poco contribuyen a extender la esfera de nuestros conocimientos, o que por lo reducido de sus páginas, no exponen a los libreros editores a pérdidas de consideración. Las de las secciones americanas, limitadas en sus medios, y reducida la circulación a cada una de ellas, no pueden ofrecer medios eficaces de propagación de los trabajos de la inteligencia. Las de España salvo en los libros que su propio estado de cultura necesita, que no siempre son adecuados a nuestras necesidades, poco pueden contribuir a nuestros progresos. Como instrumento de civilización, puede decirse que el idioma castellano es una lengua muerta. Ni en política, ni en filosofía, ni en ciencias, ni en artes, es expresión del pensamiento propio ni vehículo de las ideas de nuestra época. Aun el celo exagerado con que cuidan de su pureza está mostrando que es una de esas lenguas clásicas que se fijan eternamente, como los metales enfriados desde que el calor de la vida se ha retirado de ellos. Es a esta condición solo que un idioma se mantiene inalterable.

La América española, ha vuelto en cierta extensión a las condiciones sociales de la edad media, con una o varias lenguas populares para las necesidades de la vida, y una o dos lenguas clásicas para la elaboración y trasmisión del pensamiento. El inglés y el francés reemplazan hoy al griego y al latín entre nuestras clases Cultas, para adquirir ideas, que no están sino en reducida escala al alcance general del pueblo.

Riesgo corre el castellano de desaparecer de la faz de la tierra, si el pensamiento que vivifica a los otros no viene a fecundarlo. Los idiomas no viven por su belleza, ni aun por su sabia y clásica organización. El sanscrito, el griego, el latín, han muerto, sin que muriesen los pueblos que los hablaron, desde que la civilización tomó nuevas formas, o los movimientos históricos levantaron nuevas naciones. El castellano es hoy una barrera insuperable a la trasmisión de las luces para los pueblos que lo hablan, y la América del Sur permanecerá en perdurable atraso, si los hombres inteligentes no tientan un supremo esfuerzo para romper el obstáculo. Estas ideas generales pueden, reducirse a hechos prácticos por lo que a nosotros respecta. Escasa de nociones la generalidad del pueblo, porque no las tuvo la nación de que nos hemos separado, si algo se piensa y escribe en cada una de las secciones americanas, circula poco en el lugar mismo de su origen y no se trasmite a las otras. El pueblo en general no tiene fe en sus propios pensadores y no es raro que se publiquen libros en América, que pocos leyeron, que nadie estimó en su valor, y que solo cuando en Europa se hace mención de ellos con estimación, saben los que los vieron producirse, con no poca sorpresa, que era libro aquello que leyeron y libro que iba a aumentar el caudal de nociones de otros pueblos. La suerte de Cervantes en su época en España, se reproduce en la nuestra en América para los que piensan; autor y libro ignorados por sus compatriotas y contemporáneos.

Los datos que procura el censo, donde existe, explican en parte este fenómeno. Cincuenta mil niños en las escuelas sobre cerca de dos millones de habitantes en Chile, veinte y cinco mil sobre millón y medio en nuestro país, están acusando el número de lectores que cuenta la población adulta. En Francia sobre treinta y siete millones contábanse setecientas mil personas completamente educadas en 1645, es decir, capaces de consumir libros. ¿Cuántas hay entre nosotros? ¿Cuántas tienen el hábito de leer, de seguir el movimiento de las ideas? ¿Cuántas en fin como proveen a las necesidades corporales consumen este artículo que se remueva todos los días y que se llama libro?

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Bibliotecas Populares, Carta de Sarmiento a Sociedad Bibliófila de San Juan. Anales de la Educación Común, Vol IV, 1866, N°40, página 88. 

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