Era una noche de Diciembre de 1848. Esa mañana la disminución progresiva de latitud, nos anunciaba que de un momento al otro debíamos cortar la línea misteriosa que divide en dos los hemisferios del globo terráqueo.
Navegábamos en una fragata americana, de ochocientas a mil toneladas. Era su primer viaje al Brasil, y el capitán poco práctico había calculado mal a los cuantos grados podría cortar la equinoccial; costonos ese error unos veinte días de lluvia a torrentes en que parecía que estábamos en tierra, tan poco se movía el buque; salimos en fin de aquel purgatorio, entramos en parajes más benignos, y vinieron también las noches de luna, a consolar el hastío de unos cuarenta días de mar que ya llevábamos.
Esa noche, el cielo estaba más azul, el aire diáfano; veíamos brillar millares de constelaciones con un esplendor que solo se ve allí.
La luna parecía un escudo inmenso de plata bruñido. Los mares inmensos que circundaban nuestra embarcación, no tenían ni una ola; era un espectáculo sublime, como jamás vi otro en mi vida.
La brisa era fresca y nos daba cuasi ocho millas por hora.
Un capitán africano que venía de pasajero, había anunciado que pasaríamos a la vista de la Catedral de San Pedro, como vulgarmente, le llaman a una roca colosal, blanca como el alabastro que se eleva del seno del Océano, debajo de la misma equinoccial. La carta marcaba 33 1/2, era la dirección que llevábamos.
Todo el mundo de a bordo estaba en alarma y expectación. La puesta de sol había sido magnífica todos estábamos sobre cubierta; mis chiquitas, jugando a mi lado, sobre la toldilla de la cámara, el capitán y los pasajeros, registrando el horizonte con los anteojos, casi a la nochecita, vimos a algunos pájaros muy blancos, eran gaviotas marinas, que pasaron volando y graznando al lado de la fragata. El capitán africano aseguró que serían de la roca de San Pedro.
Con todo, llegó la noche y solo el mar nos rodeaba. Por la espalda, a los lados, en el horizonte, sólo mar inmenso, azulado y tranquilo.
A bordo era un silencio profundo, ni más que el ruido de la quilla cortando las aguas, ni más que la brisa pasando por entre las cuerdas y amarras, que producía como el sonido de una arpa rolia, y la risa inocente de mis chiquitas ajenas todavía a las diferentes escenas del drama de la vida… después, hasta esa inocente charla cesó, ellas durmieron, y el silencio reinó más profundo. El capitán se había ido a la proa, allí con el anteojo de noche recorría siempre el horizonte. El otro capitán africano pasajero estaba a un lado de la borda, en el topo del mastelero de descubierta un bravo marinero. Nosotros al pie de la puerta de la cámara, conversando en voz baja, palabras de un idioma que no es de este mundo, porque la augusta majestad del espectáculo que teníamos a la vista; aquel Océano sin límites, aquella luna tan luminosa, aquellos millares de astros que fulguraban, sobre nuestras cabezas, ese reposo y placidez de una naturaleza que en solo un minuto podía trocar su faz y sumergirnos para siempre, ese espectáculo pues, da una gravedad religiosa a los pensamientos, y un colorido singular a las conversaciones, cuando esa proviene de dos corazones poetas, que saben sentir esas bellezas de la naturaleza, que no son para delinearse con los débiles, incorrectos trazos de la pluma.
A ratos, el pasajero africano se dirigía a nosotros diciéndonos: -Nada aún…
Otras veces oíamos el capitán gritar en inglés al marinero de descubierta:
—Se ve algo?
Y el eco del otro hombre respondía: -Nada.
Nadie tenía sueño, por eso todos quedamos en la cubierta, hasta las dos de la mañana.
A esa hora nos recogimos, habíamos perdido la esperanza de avistar la Catedral de San Pedro.
Al otro día al almuerzo el capitán nos dijo que a las seis y un cuarto habíamos cruzado la equinoccial y que ya nos hallábamos en el hemisferio del Sur.
Si es, verdad que existe esa roca misteriosa, que debe de ser de una dimensión incalculable, no lo puedo asegurar, la carta la señala, y el capitán africano aseguraba haberla visto dos veces. La describía como de una blancura alabastrina, visible en distancia de tres millas a la mar, figura su cima como esos campanarios agudos de la edad media, y surgen en derredor unas especies de pirámides pequeñas, cristalinas y brillantes como las estalactitas que se forman en los subterráneos; la vegetación de la roca de San Pedro es toda de plantas acuáticas, y de la misma especie son los pájaros que la habitan.
Esto es lo que cuentan, yo no lo vi, porque a pesar de mi deseo, los domos de la acuática Catedral, quedaron velados por el misterio y la distancia de los mares que la circundan.
Álbum de Señoritas, Buenos Aires, Enero 29 de 1854, Núm. 5.