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Sobre la República por Juana Manso. Anales de Educación Común. N° X,1871

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Tal vez llegará un día en que sea necesario explicar lo que entendemos por República.

                                                                                                                        LIEBER  Sobre la L. C.

Vivimos en un país que lleva el nombre de República y que desde su emancipación política, ha ligado el destino de sus generaciones a esa noble y santa idea, sin que ni sus desgracias, ni sus decepciones, ni la anarquía que lo agita hace tantos años, hayan sido eventos suficiente fuertes para arrancar del corazón argentino el amor profundo y el entusiasmo ardiente del dogma republicano, y aun cuando la idea que él simboliza no aparezca todavía aquí en su verdadera luz, como no aparece todavía en los mismos Estados de la Unión, fundadores de la república moderna.

Estudiando nuestra lamentable historia, es consolador sin embargo que estas provincias como todos los otros pueblos del continente que hablan castellano, no hayan hasta hoy en medio de sus intermitencias de tiranía y libertad declinado de la esperanza que los impele al ideal de las instituciones republicanas y a la conquista de su libertad.

Verdaderamente es el único rasgo de perseverancia, que ante el tribunal de los siglos abogará por nuestra raza en su actual incapacidad para el progreso de las ciencias y de las artes. Sin literatura que la conserve en la memoria de las gentes, y sin otro signo de vitalidad intelectual que su amor a la república y sus aspiraciones a la libertad.

Pero donde tales gérmenes existen, acaso no sea aventurado esperar que un estudio sin pretensiones de eso que deseamos ser: “republicanos”  nos conduzca al conocimiento de los obstáculos que nos retienen y nos alejan del punto objetivo de nuestras aspiraciones.

Es necesario estudiar lo que la libertad política es, en lo que estriba, cómo puede alcanzarse; y es necesario que concibamos una clara idea de lo que es la república; no por definiciones aventuradas, fruto de preocupaciones individuales y erróneas opiniones o concepciones de las cosas; sino por un estudio meditado, desapasionado de lo que la cosa es en sí misma. Lo que fue en el mundo antiguo, lo que es el mundo moderno.

Debemos tener presente que los antiguos, tan grandes como aparezcan sus hechos, o sus conquistas en la historia, están separados de nosotros por un orden de ideas y de principios tan opuestos entre sí, cuanto diversos y divergentes son los elementos de que se componía la sociedad antigua, de los que forman la sociedad moderna.

No solo en las costumbres, trajes, manjares, hábitos privados, reuniones públicas &. como aun en la acepción de las palabras, y de consiguiente en el valor de las ideas.

Y no hablamos tan solo del mundo anterior al advenimiento del cristianismo que ha transformado la humanidad, sino del mundo que surge de la mezcla del paganismo con algunas ideas cristianas.

Hablamos del medieval que es el mundo surgiendo del caos de las dos eras, y cuyos elementos resistentes son los que todavía retienen el mundo moderno que no ha tomado el Evangelio como la levadura de sus sociedades.

Con excepción de los Estados Unidos, el mundo moderno, sin contar la raza Mongol y otras, está apegado a tradiciones e ideas que no tienen conexión alguna con la civilización cristiana.

Tales son por ejemplo, las religiones del Estado, el dogma de la infalibilidad, el predominio del clero, la separación de las clases, el poder del guerrero, las monarquías de derecho divino, el derecho divino aplicado al pueblo, la violencia en lugar de la ley, las guerras, la diplomacia como arte de la mentira y del disimulo, la adoración de las imágenes, las denominaciones de los Templos, la ignorancia de las masas, la injusta distribución de la tierra, las trabas a los casamientos entre personas de creencias religiosas diferentes, los delitos políticos &.

El otro elemento resistente que entraña todavía en el mundo moderno, es la ley civil Romana.

El espíritu de aquella legislación de un pueblo para siempre barrido de la superficie de la tierra, inspirada por la rudeza de su civilización pagana, aunque compilado más tarde por Justiniano, tiene en sí mismo la consistencia del molde donde se vaciarán una en pos de otra las generaciones para ser allí modeladas; demostración elocuente de la cesación de todo progreso, o del estancamiento de la humanidad reglamentada antes de venir a la vida, con un destino fijo y predestinado en pugna con el cristianismo que dice adelante, y con el progreso que requiere cambio constante, gradual, lento, pero cambio siempre, desarrollo, desenvolvimiento siempre, por ser la condición modificativa de todo lo que viene a la vida.

La legislación Romana es un bello y tal vez imperecedero monumento de aquel titánico imperio, pero no es una ley viviente como la requiere el espíritu de la sociedad moderna, y los diversos intereses que la agitan y la impulsan al goce pleno y seguro de sus derechos y aspiraciones.

Al fin aun cuando fuese la ley Romana la más acabada de todas como concepción humana, siempre sería la ley de un solo pueblo y no una ley común a toda la humanidad; o la ley que cada pueblo necesita para su propia expansión y seguridad, inspirada en esa ley común cuyos principios se encuentran radicados y prescriptos en el Evangelio, código universal de cuyas doctrinas han surgido, la república y la libertad moderna.

Inútil es buscar en otro terreno la realización de las instituciones que con el mecanismo del gobierno representativo han traído a la superficie de los eventos humanos la gran república del norte, cuya elaboración interna reconoce por motores, la escuela civil que ilustra la mente, abriendo nuevos y más vastos horizontes a la inteligencia,  y la predicación incesante del Evangelio para que sus divinos preceptos y sanas doctrinas saturen desde la más tierna infancia el corazón de las generaciones que la vida viene escalonando en el anfiteatro de la historia de los pueblos.

Ni los harapos roídos de épocas para siempre extintas, ni las locas aspiraciones del racionalismo que disputa al Cristo su origen divino, realizarán jamás el propósito de la república, porque aquellos resortes gastados, como estos por su estrechez tornarán ilusorias las formas del gobierno representativo que requieren hombres religiosos dotados de costumbres puras, y de corazones penetrados de amor a Dios y de aquel santo temor de violar el precepto sagrado. Hombres que toman aun en el sigilo de su conciencia cometer la injusticia, persuadidos que si escapan a la vigilancia humana, hay sobre ellos un testigo mudo e invisible que toma cuenta de la iniquidad.

Las instituciones por perfectas que las conciba la mente humana, necesitan hombres que las pongan en ejercicio, y así como la propia monarquía absoluta ha perdido de su dureza entre las manos de reyes justos y honrados, así la república cuando tiene por ejecutores hombres injustos y que miran solo a sus intereses privados, degenera en el peor de los gobiernos, porque sacrifica el bien general a las regalías de un círculo de explotadores.

Ni se puede concebir que las sociedades compuestas de elementos tan heterogéneos tengan en sí la capacidad necesaria para alcanzar aquel grado de ciencia y de virtud, indispensables bases de la república moderna, como ha surgido del estudio detenido de la palabra sencilla y profunda del Dios—hombre.

Si la república es el reinado de la justicia y de la caridad, no hay duda que ella tiene que ser eminentemente cristiana porque la buena nueva que el Nazareno vino a anunciar a la humanidad era el amor que los hombres se deben entre sí, y el cumplimiento de la justicia en lugar de la violencia que era la ley bárbara, la ley pagana en suma.

La venida del Mesías anunciada, por los Profetas, en aquella época nefanda del reinado de Tiberio, con toda la lúgubre enseñanza histórica del mundo anterior a Roma; el desplome de la civilización de Oriente, la Grecia en el catálogo de los pueblos muertos; Cartago, Nínive, Babilonia, vueltas en ruinas; esplendores deslumbradores, guerras titánicas que nada habían reportado a la humanidad sino dolores, ese momento solemne, visto a la distancia de los siglos, aquel hombre del pueblo, tan humilde que nació en un pesebre; su pasaje tan rápido, y más corta predicación entre las gentes; errante siempre, y el doloroso sacrificio con que selló sus sencillas y eternas doctrinas, cuya divinidad han venido transparentando los siglos a despecho de todas las escuelas filosóficas que han pretendido suplantarse a la religión que él fundó; sistema que desde las escuelas griegas han venido engendrando sofismas unas, monstruosidades otras, hasta resolverse en el simple estudio de las ciencias naturales, sin haber podido conmover las columnas del Templo de la fe, de la esperanza, y de la caridad; ese momento pues, debe ser y es aun objeto de profundas investigaciones históricas; sin que las dudas de Renán y otros filósofos de su especie, atenuen su importancia trascendental en los siglos.

La predicación del Evangelio por Jesús, separa los dos mundos, el pagano que él encontró, del Cristiano cuyas bases arrojaba su palabra. Allí la humanidad hace alto, escucha la palabra de vida, y el alma se dilata buscando el Dios de la verdad y del amor.

Por eso, así como él decía  “que el vino nuevo no debía ponerse en odres viejos”, así las sociedades que aspiran a la república, si se empeñan en amalgamar los rezagos de las edades extintas con la vida moderna, fracasan en sus aspiraciones y ven evaporarse como un sueño sus legítimas esperanzas, porque desconocen aquel sencillo precepto.

Juana Manso. Anales de Educación Común. N° 10, 1871

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